martes, 14 de enero de 2014

El año de Platero

   En agosto de este año se habrá cumplido un siglo desde que estallara la Primera Guerra Mundial. A final de ese año, mientras en Europa se mataban entre sí diariamente miles de soldados en uno de los sinsentidos más grandes de la historia , en España se publicaba Platero y yo. Ese libro del que todos los que fuimos niños recordamos solamente las palabras iniciales: Platero es un burro pequeño, peludo,suave; tan blanco por fuera que se diría todo de algodón...

  No se puede apreciar el mismo libro cuando se es niño y cuando se es adulto. Máxime cuando no se ha escrito para niños -aunque a éstos les gusta mucho, justamente porque no se ha escrito para ellos, en opinión de Eugenio D'Ors-. Más difícil aún si utiliza un lenguaje poético y en algunos casos muy localizado en el tiempo y en el espacio.

 Es un buen año para releerlo con ojos nuevos, con vivencias nuevas. Desligándolo de las circunstancias accidentales en las que fue escrito, según decía hace unos días en un programa de radio su sobrina nieta. Tal vez por esa improvisación en su escritura resulte más creíble, por ser más espontáneo.

 Los eruditos debaten cómo clasificar el texto de Juan Ramón. Para unos será una novela, para otros un poema en prosa; para otros será frustrante el no poder clasificarlo.

 Los que hemos crecido en el medio rural, hemos tenido un fiel animal e incluso nos hemos transportado en burro durante nuestra infancia jugamos con la ventaja de que nos sentimos identificados con el autor. Tenemos en cambio la desventaja de que poco de lo que narra el libro nos resulta extraordinario.

 Para un niño moderno urbano será incluso un libro de aventuras, como quizás me resultara a mi de pequeño, aunque no lo puedo recordar. Ahora, ocho o nueve lustros después,  para mi es ante todo la historia de una fidelidad que llega más allá de la muerte. La permanencia del recuerdo como continuación de la vida. El convencimiento esperanzado de que la amistad no termina con ella.

Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo en el poniente despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno rebuzno lastimero....



miércoles, 1 de enero de 2014

2013 el año de la revelación

  Hace unas horas que con el rito de las uvas  trazamos nítidamente la línea de separación de un año que queremos olvidar con otro en el que hemos puesto muchas esperanzas. Mejor no mirar atrás. ¿O sí? Ha sido un año realmente malo para muchos, para la mayoría, para nosotros también, ¿o no? Depende, claro. Podría haber sido peor, mucho peor. De hecho, para muchos ha sido infinitamente peor. Ese es el consuelo.
  Siguiendo mi repetida consigna de que básicamente se aprende de los errores y teniendo en cuenta que el aprendizaje es una necesidad vital, el año ha sido muy eficiente, porque hemos aprendido mucho. Mucho de los errores propios y mucho más de los errores ajenos.
  Para una mente curiosa como la mia, ávida de conocimiento, el 2013 ha sido un año de revelaciones. No de descubrir mucho nuevo, sino de ponerlo en evidencia. Sí de confirmar lo que la intuición me sugería como única explicación razonable.
  Si algo tienen de bueno las matemáticas es su carácter axiomático, la repetibilidad del resultado y la lógica del mismo. Así que , si el resultado no coincide con su previsión, indudablemente hay un error, o lo que es más frecuente, un engaño.
  La intuición es consecuencia del aprendizaje aportado por la experiencia. Uno ya va teniendo años, va teniendo experiencia y va afinando la intuición. Va aplicando la lógica y rechazando el carácter milagroso de lo que no entiende, atribuyéndolo -lógicamente- a un fenómeno físico o social. A veces, un burda mentira inconsistente; otras, un timo sofisticado.
  Terminó el año de la revelación de lo que sospechaba: la codicia no tiene límites. No los tiene porque se retroalimenta positivamente aunmentando exponencialmente. En realidad, no lo sospechaba, lo sabía. Lo sabíamos todos. Sólo nos faltaba comprobarlo.