jueves, 5 de octubre de 2017

Voces de Chernóbil

Algunos libros, como algunos acontecimientos, te marcan. Lo deleble, que nos permite continuar sin saturar el entendimiento, deja de serlo para servir como hitos sobre el que pivota parte de nuestra vida. Esas referencias que usamos para no perdernos los que no tenemos la suerte de creer en lo que nuestra lógica rechaza por incoherente.
Hace un par de días terminé de leer el que ha sido, literalmente, el libro de cabecera durante unas semanas. Un libro distinto, un libro difícilmente clasificable por la forma en que está compuesto. No es un libro escrito, es un libro transcrito. Se podría decir que es un documental en forma de texto, en el que las imágenes las crean las descripciones. 
La autora,  Svetlana Aleksándrovna Aleksiévich, periodista de prestigio que recibió en el año 2015 el Nobel de literatura, recoge una serie de entrevistas en las que ella es meramente una observadora, o más bien una oyente, o una escuchante. 
Consigue lo que suele estar vedado a los periodistas de los medios y que tanta imagen distorsionada, cuando no falsa, crean: que la gente le cuente lo que de verdad piensa, no aquello que en algunos casos ya tiene incluso ensayado para declarar a las mil y una entrevistas apresuradas irreflexivas a las que se han visto sometidos.
Docenas de personas, unas en grupos, otras individualmente, cuentan lo que vivieron y lo que viven  en relación con la catástrofe de Chernóbil. Sus vidas se hundieron junto con su país, con el comunismo y con la central nuclear. Vidas que fueron ajenas entre sí hasta que el destino las unió aquella primavera de 1986. 
A través de sus palabras podemos ir descubriendo algo de la idiosincrasia del pueblo eslavo. Sorprendentemente reflexivo, marcado por la guerra y por la ideología comunista, la filosofía de vida de cada personaje parece estar afectada de un fatalismo compartido por todos ellos sin excepción. Extraigo aquí un par de párrafos significativos: 
"Lo más justo en la vida es la muerte. Nadie la ha evitado. La tierra da cobijo a todos: a los buenos y a los malos, a los pecadores. Y no hay más justicia en este mundo. Me he pasado toda la vida trabajando duro, como una persona honrada. He vivido con la conciencia en paz. Pero no me ha tocado lo que es justo. Se ve que, al parecer, a Dios, cuando repartía suerte, cuando me llegó el turno, ya no le quedaba nada para darme."
(ZINAÍDA YEVDOKÍMOVNA KOVALENKA,residente en la zona prohibida).
"El horror... Se ha vuelto algo acostumbrado, hasta banal. Y nosotros hemos cambiado tanto que el horror que aparece en la pantalla hoy ha de ser más pavoroso que el de ayer. Si no, ya no da miedo... Ayer iba en el trolebús. Esta es la escena: un chico no le cede el asiento a un viejo. Y el anciano le reconviene:
—Cuando seas mayor, tampoco a ti te cederán el asiento.
—Yo nunca seré viejo —replica el chaval.
—¿Por qué?
 —Porque pronto moriremos todos." 
(LILIA MIJÁILOVNA KUZMENKOVA,  directora de teatro)



sábado, 23 de septiembre de 2017

Encaramado (I)

  Encaramado es, como tantas otras, una palabra en declive. Afectada por el simplismo rampante del idioma en el que unas pocas palabras baúl contribuyen a otro aspecto más de la vida estática y cómoda que las nuevas generaciones vislumbran como presente y futuro, parece que morirá víctima de su desuso.  Si hiciera caso del diccionario podría fácilmente sustituirla por alguna más habitual, pero encaramarse incorpora un matiz subversivo del que carecen sus pretendidos sinónimos.

  Cuando uno es pequeño de edad y no tanto de ocurrencias, siempre anda encaramado en los sitios. Si no es peligroso, el ascenso carece de incentivo y pasa a ser simplemente subirse a un sitio. Pero encaramarse supone un desafío, un poco de travesura.

  Apenas sabía andar y ya andaba más tiempo por encima de las paredes de piedra que separaban los huertecillos del pueblo que por el correspondiente camino que las acompañaba. Ignorante del cierto peligro que entrañaba, no paraba de escuchar la imperativa voz de algún allegado adulto que me instaba a bajarme de allí. En aquellos tiempos no se discutía y se obedecía sin rechistar, pero no debí de tener demasiada memoria porque tan pronto tenía la oportunidad ya estaba encaramado en algún sitio.

  Por supuesto, el sitio favorito para encaramarse -y aquí la palabra es insustituible- es en un árbol. Crecí entre árboles, dormí la siesta bajo ellos, recogí sus hojas en otoño (que entonces servían de cama para el ganado). Encaramado en un cerezo o en un guindo (recuerdo haber caído al menos de uno cuando cedió una rama, cosa que, por supuesto, oculté a mi madre) en un ciruelo, en un manzano (mi árbol favorito porque de sus ramas horizontales me colgaba por los pies mientras experimentaba a comer boca abajo) o en un peral, pasé mi infancia y adolescencia. Porque, una vez terminado el plato de comida, siempre me saciaba de fruta en el propio árbol. Era un lujo inconsciente que me podía permitir.

  Cuarenta años más tarde me paso gran parte del año podando o recogiendo frutos, encaramado en algún naranjo de mi particular bosque que siempre soñé. ¿Qué ancestral atractivo me impulsa a andar encaramado en los árboles? No lo sé, tal vez millones de años de antepasados selváticos arbóreos condicionaron mi genética.