viernes, 12 de diciembre de 2014

Se acaba el año de Platero

  Pasado mañana hará once meses que escribía mi entrada "El año de Platero". En ella recordaba que este año hace cien desde que se escribió la obra y otros cien desde que se inauguró la industria de matar en forma de Guerra Mundial.
  Hoy hace cien años que se publicó el libro del inolvidable animalito, cuyo imagen icónica no ha podido pasar desapercibida para el ojo que todo lo ve: Google. Si bien, en realidad ha sido una concesión del omnipresente buscador a la petición de los organizadores de la centenaria conmemoración.
  Hoy, platero sigue siendo peludo y blanco. No como yo, por las canas, sino porque nació así y permanecerá así mientras existan libros de poesía escrita en prosa.
 Siguiendo con cifras, dentro de diez noches será Nochebuena. Si en mi referida entrada aludía al fratricidio que comenzó en agosto de 1914, esta próxima Nochebuena se cumplirán cien años de un hecho sin precedentes.
 Si meses antes, la juventud había acudido entusiasmada a lo que en pocas semanas se convertiría en una guerra de trincheras, ahora se encontraba literalmente enfangada en una locura sin sentido y sin solución.
  La Nochebuena supuso el descubrimiento de una farsa. Los soldados de uno y otro bando se dan cuenta de repente de que el enemigo es también humano y -como ellos- está allí por accidente. Arrastrados por un fatídico destino contra el que nadie ha sabido o querido rebelarse. No es que despertaran de un sueño. Eso ya había ocurrido meses antes, con los primeros muertos, sino que tomaban conciencia del monumental engaño.
  Un segundo hecho es consecuencia del primero. Los altos mandos no podían permitir que los que por la mañana eran enemigos, por la noche cantaran canciones juntos o se intercambiaran lo poco que se podían regalar: cigarrillos, que era muchas veces lo único que se podían llevar a la boca y cuyo humo ofuscaba lo suficiente la mente para alejar la conciencia mientras esperaban la hora de su destino trágico. Era demasiado peligroso. La guerra podría acabarse por falta de ganas de luchar contra alguien a quien tampoco le apetece. Así que tomaron medidas para que no ocurriera una segunda "tregua de Navidad" en años posteriores.
  No habría tregua para enterrar a los muertos -o lo que las ratas habían dejado de ellos en la carnicería entre trincheras- ni para desear suerte al enemigo o para jugar un partido de fútbol con él. Sólo habría espacio para el odio desatado  en forma de intenso bombardeo de artillería intencionadamente programada en esa fecha. Si los soldados y oficiales de baja graduación habían aprendido la lección del engaño, los altos mandos habían aprendido a imponer su ley.
  Millones de jóvenes, casi niños, no llegaron a ser conscientes de la vida y pasaron al olvido del anonimato y sacrificio inútil. Mientras tanto, un burrito de ficción permanece blando, sin huesos, como de algodón, pastando entre las flores e inmortal en las páginas de infinidad de libros y de las mentes de los que fuimos niños y los que lo son y lo serán.




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