sábado, 23 de septiembre de 2017

Encaramado (I)

  Encaramado es, como tantas otras, una palabra en declive. Afectada por el simplismo rampante del idioma en el que unas pocas palabras baúl contribuyen a otro aspecto más de la vida estática y cómoda que las nuevas generaciones vislumbran como presente y futuro, parece que morirá víctima de su desuso.  Si hiciera caso del diccionario podría fácilmente sustituirla por alguna más habitual, pero encaramarse incorpora un matiz subversivo del que carecen sus pretendidos sinónimos.

  Cuando uno es pequeño de edad y no tanto de ocurrencias, siempre anda encaramado en los sitios. Si no es peligroso, el ascenso carece de incentivo y pasa a ser simplemente subirse a un sitio. Pero encaramarse supone un desafío, un poco de travesura.

  Apenas sabía andar y ya andaba más tiempo por encima de las paredes de piedra que separaban los huertecillos del pueblo que por el correspondiente camino que las acompañaba. Ignorante del cierto peligro que entrañaba, no paraba de escuchar la imperativa voz de algún allegado adulto que me instaba a bajarme de allí. En aquellos tiempos no se discutía y se obedecía sin rechistar, pero no debí de tener demasiada memoria porque tan pronto tenía la oportunidad ya estaba encaramado en algún sitio.

  Por supuesto, el sitio favorito para encaramarse -y aquí la palabra es insustituible- es en un árbol. Crecí entre árboles, dormí la siesta bajo ellos, recogí sus hojas en otoño (que entonces servían de cama para el ganado). Encaramado en un cerezo o en un guindo (recuerdo haber caído al menos de uno cuando cedió una rama, cosa que, por supuesto, oculté a mi madre) en un ciruelo, en un manzano (mi árbol favorito porque de sus ramas horizontales me colgaba por los pies mientras experimentaba a comer boca abajo) o en un peral, pasé mi infancia y adolescencia. Porque, una vez terminado el plato de comida, siempre me saciaba de fruta en el propio árbol. Era un lujo inconsciente que me podía permitir.

  Cuarenta años más tarde me paso gran parte del año podando o recogiendo frutos, encaramado en algún naranjo de mi particular bosque que siempre soñé. ¿Qué ancestral atractivo me impulsa a andar encaramado en los árboles? No lo sé, tal vez millones de años de antepasados selváticos arbóreos condicionaron mi genética.